REINALDO CEDEÑO PINEDA
Le decíamos El Abuelo, más que por las canas de la barbilla, por aquellos pasos marciales cuando entraba al aula, por los lápices siempre afilados, sobre todo por aquella ausencia suya en nuestros corrillos de muchachos. Tenía aires de persona mayor y Abuelo se quedó. Su extraño nombre, Kipkirui,fue barrido clandestinamente, confinado a los documentos oficiales.
Parecía comprar su vestimenta varias veces por encima de su talla, que ciertamente no podrían llamarse camisas a esos batones de colores que le cubrían, con el cuello invariablemente verde, verde como la selva. Y el pantalón negro, negro como palo de ácana… Quizás fuese el último grito de la moda en Nairobi, pero ¿quién sabía donde quedaba Nairobi? Kenya era todavía para nosotros -si algo era-, una pradera de antílopes y el Kilimanjaro de Hemingway. Cuando bajaba la escalinata parecía ondear, y de haber tenido una larga cabellera, aquel conjunto hubiese merecido tal vez una portada, al verle avanzar sobre sus casi dos metros. Lástima de pelo escaso, duramente pegado al cráneo, y de aquel rostro enjuto, cadavérico por el que nadie apostaría un octavo de página.
Esperábamos a que el profesor abriese el registro de asistencia, porque allí mismo comenzaba nuestra secreta diversión. No le bastaba con reafirmar su presencia desde su propio asiento, sino que echaba la silla hacia atrás y el roce con el suelo, era la señal del primer acto. Se levantaba en toda su estatura, y a esa imagen le teníamos asignado su pie de grabado: “Guerrero con lanza”, porque su mano tocaba casi el cielo raso, y en su rígida postura semejaba a un soldado primitivo, a un zulú asido a su venablo. Para completar la visión, lo imaginábamos en taparrabos, un taparrabos verde, claro está, verde como la selva.
Una vez que el guerrero estaba sobre sus plantas, sobrevenía su “aquí” confirmatorio; pero la palabra no parecía salirle de los labios, sino de todo su cuerpo. Su “aquí” sonaba como un grito de guerra, en un tono magnificado por el eco del aula. Había rescatado de la rutina el pase de lista; pero no todos estaban dispuestos a ceder su espacio. A nuestra queridísima doctora en Ciencias Literarias no le gustaba nada la disonancia, introducida sin su consentimiento. Y como buena directora de orquesta, no lo iba a permitir. Sería muy catedrática y todo, mas para nosotros era sencillamente Medea. Medea, desde la tarde en que se trajo una larga bufanda de muselina y se ubicó en el estrado cual si fuese a estrenar la pieza de Eurípides, en el anfiteatro griego. Medea se calzaba los espejuelos, miraba con fijeza al Abuelo, como queriendo discernir si aquellas inflexiones no tendrían su gota de excentricidad, o si acaso eran la manifestación ancestral de tierras lejanas que sólo conocía por mapas o novelas. No atinamos a adivinarle el pensamiento; pero la profesora aceptaba el desafío, imponiendo un mandato inequívoco:
-Siéntese, señor K.… por favor...
Y la orden caía como un flechazo.
A duras penas sosteníamos la risa; pero El Abuelo no se daba por aludido, que un guerrero no se doblega tan fácilmente. Obedecía sí, pero no caía en el asiento derrotado, sino que se inclinaba con lentitud, encogía sus piernas, se apretaba contra el espaldar de la silla con natural elegancia, como sintiendo que había cumplido un mandato superior. Y por encima de órdenes, indefectiblemente, se preparaba para la próxima vez.
Nadie sabía porque cargaba siempre aquella carpeta, incluso en los días en que el debate oral apenas exigía tomar apuntes. Se aferraba a ella como quien porta un cetro y llegó a convertirse en la prolongación de su brazo. Uno de los expertos del círculo certificó que era de piel de cocodrilo y dejó entrever que el propio Abuelo lo había cazado, que era una especie de amuleto de su aldea. Nadie osó contradecirlo, porque adornó sus palabras de tal forma que los que escuchábamos, salimos convencidos. Quizás alguien muy cercano le había hecho la confidencia. La imaginación siguió sin límites, hasta que se hizo incontrolable saber que contenía la carpeta guardada con tanto celo. En el aire surgió un acuerdo tácito: aquel que se la quitara, sería coronado héroe.
A Mario se le encendieron los ojos…
Si El Abuelo andaba ajeno a todo, nunca se supo; pero su mano andaba más cerrada que nunca sobre la cartera; o eso sospechábamos. Las semanas pasaron con sus historias y sus desatinos, y la heroica coronación se había convertido en poco menos que imposible… hasta que un día la piel de cocodrilo brilló sobre la mesa, quedó sin custodia, cuando El Abuelo encaminó sus pasos para atender el llamado urgente de una joven tan alta como él, negra como él… Mario sujetó la suerte por los pelos y como una exhalación cruzó el patio, seguido por un enjambre de curiosos. En las manos, alzaba su trofeo y la inconfundible chapa metálica, un escudo con dos lanzas cruzadas, brillaba al sol; pero el triunfo resultó tan efímero como el caer de una manzana. Al Abuelo le bastaron unas zancadas para recuperar la carpeta antes que hubiesen podido abrirla.
Nadie sospechaba que aquel pasaje cambiaría el nombre del Abuelo para siempre.
Kipkirui Kipkemboi, nuestro guerrero nacido al borde del Kilimanjaro, dejó de ser El Abuelo de nuestra cofradía para convertirse en la sensación de toda la universidad; toda es un decir, claro. En un mar de polvo, tomó la delantera cuando la carrera parecía decidida y entró con los brazos en alto como un campeón. Sin embargo, no le dieron crédito entonces, aludiendo a las ausencias de algún que otro conocido. Además, la pista era de arcilla, dijeron, ¿cuántas veces esos pies ásperos y enormes, no habrán corrido por los trillos y desfiladeros de su aldea?... Pero, cuando nuestro Abuelo volvió a ganar en la pista sintética, los escépticos se guardaron sus lenguas. Ni siquiera así, hubo Dios que le hiciera poner zapatos, y por más que las distancias fuesen grandes, esa renuencia abrió un puente a la memoria hasta Roma′ 60… Al lado del Coliseo romano, por las calles atestadas, un etíope se había atrevido a soñar con la gloria olímpica en el Primer Mundo. Abebe Bikila sujetó el corazón a su pecho de mijo y asomó primero en la maratón de la otrora capital imperial. Todos quedaron mudos cuando le vieron descalzo…. Y como para algunos, Etiopía y Kenya y África toda eran la misma cosa; y como el nombre y el apellido del Abuelo resultaban impronunciables, Bikila se quedó. Comenzaron a verle batir el aire con sus brazos escuálidos y aquellas piernas que a primera vista parecían a punto de quebrarse. Siempre estaba a punto de perder, más a última hora, en los metros finales, se lanzaba sobre la meta con furia. Nadie resistía aquel embate. Se estrenaron muchas estrategias para vencerle cada vez, pero cada vez la pista les fue esquiva. Y entonces, decidieron sacarle de la competencia...
-Como se atreve…. ¡un africano!..
Echaron a rodar los vagos rumores, las mismas dentelladas de siempre. Y advirtieron que se cocían extraños preparados en la habitación de Bikila, siempre cerrada; que habían visto carne cruda y ceniza en las esquinas, que hacía trampa. Y además estaba la carpeta, la carpeta era la llave de todos los misterios.
Así, sin saber cómo, me vi en el ojo de la tormenta. Admiradores y detractores, encontraron al fin una coincidencia, una solución única al diferendo, había que entrar:
-Tienes que ser tú, acordaron. Tu cuarto es el más cercano al de Bikila, son vecinos… Tendrás que arreglártelas…
Me resistí de mil maneras, ensayé todos los argumentos; pero no alcanzaron para convencer a nadie. Echarme atrás hubiese equivalido a una traición. Y de pronto, sin querer espiarle, me vi en un callejón sin salida. Su futuro estaba en mis manos.
Esperaba agazapado la primera distracción, el primer descuido; mientras sus triunfos seguían sumando partidarios a ambos lados. La espera, la larga espera, al fin cosechó sus frutos una tarde, cuando Bikila y su sudor penetraron a la habitación como quien procura la meta y enseguida se escuchó el sonido inconfundible del agua. La puerta quedó entreabierta. Cuando asomé el rostro, el agua pareció venir a mí… agua detenida, agua brumosa. Un inmenso cuadro ocupaba la mitad de la pared, la mole acuosa se despeñaba hacia el abismo y una nube blanca se sostenía del aire. Debajo, una inscripción discreta: “Mosi-oa-Toenja o Cataratas Victoria: La mayor cortina de agua del mundo”. ¿Cómo podría quedar indiferente ante aquella exhuberancia natural?... pero la imagen andaba marcada por la presunción. Tendría que revisar mi geografía, la del Niágara; pero…estos africanos, sabe Dios que mediciones harían. En la esquina de un escritorio, un pequeño mástil aparecía clavado y enseguida reconocí aquel escudo con dos lanzas cruzadas. Y el verde de las camisas de Bikila, el mismo de su bandera. La carpeta estaba vacía. Cuatro cuadernos abiertos en sucesión y el lápiz afilado, anunciaban la obra inconclusa. Las líneas del primero fueron indescifrables para mí, tal vez algún dialecto, algunas frases en una lengua nativa, hablada por unos cientos o quizás unos miles de africanos de algún remoto lugar de este mundo. En el segundo, la extraña caligrafía se repetía, y a seguidas leí una palabra conocida por mí: “rafiki”. Bikila la había pronunciado una vez, al despedirse; el día que había pedido mi ayuda para una lección. Lo dijo mirándome a los ojos:
-Rafiki es amigo; amigo en swahili.
La tercera libreta, en inglés, despejó todas mis dudas: era una carta. Y las últimas letras, puro español, tan bien escrito que nadie hubiera podido adivinar que fuesen obra de un kenyano en la dulce idioma de Cervantes. Me paralicé. De un golpe, lo entendí todo. Su carpeta era el puente de dos mundos. Y su “aquí” no era un grito de guerra, sino de victoria.
-Lo siento, no he podido entrar al cuarto de Bikila, respondí una y otra vez, cuando me preguntaron, cuando siguió ganando en los predios universitarios.
Cuando al fin cedió en las carreras superiores, sus partidarios buscaron razones para justificar la derrota; algunos festejaron. Y la noticia andaba en boca de unos y de otros:
-Ha perdido Bikila... ha perdido
Todos olvidaban que sólo era un aficionado a las carreras, y no Abebe Bikila. Que era Kipkirui Kipkemboi, un estudiante como nosotros. Era mi vecino, nacido al borde del Kilimanjaro, el que un día saltando cuatro lenguas y un Océano, mirándome a los ojos, me había llamado amigo.
(De "Cuentos Malditos")